Buenos Aires 9º Festival Internacional de Cine Independiente


“Ellos – por Hollywood – tienen millones de dólares y nosotros millones de ilusiones”

Entrevista a Edgardo Di Giorio

En la sede Hoyts Abasto del Buenos Aires 9º Festival Internacional de Cine Independiente (BAFICI), el domingo 15 de abril de 2007, se encontraba Edgardo. En el hall principal del shopping, donde la gente descansaba y esperaba el comienzo de las películas, Edgardo leía el programa del festival mientras un chico, no mayor a tres años, jugaba en sus pies y lo hacía reír.

“Mirá, yo soy psicólogo y no hago cine, pero hago cine. Estuve como actor y como productor en una película – De cara al viento – y nos premiaron en Cuba, entonces, esta fue mi primera experiencia como participante del cine. La película trata de drogadictos, son unos artistas que le dan a la merca y se meten en un quilombo en el que terminan matando a un tipo. La película la van a exponer la semana que viene en el Festival del Cine Pobre, en Cuba, y el objetivo principal es que se vea y que después la gente comente; que la gente participe como en las películas de Fernando ‘Pino’ Solanas.”


  • ¿Qué le pareció hasta el momento el festival?

  • Bueno, a mí me gustó, está muy bien. Son dos semanas de locura para la gente que nos gusta el cine.

  • ¿Vino ver películas nada más a esta sede o fue a otras también?

  • Sí, estuve fundamentalmente acá, pero también fui al Rojas.

  • ¿Se considera un cinéfilo?

  • Sí, de todo un poco.

  • Ya que estamos en un festival de cine, le pregunto: ¿qué se puede encontrar en un festival de cine independiente que es imposible de hallar en un tipo de cine más industrial o “hollywoodense”, como se lo llama popularmente? ¿Cuál es la diferencia más grande entre esos dos tipos de cine?

  • Y la fundamental es que ellos tienen millones de dólares y nosotros millones de ilusiones. Ellos tienen todas las pantallas del mundo y nosotros las pocas que podemos conseguir en los circuitos, fundamentalmente alternativos. Y la otra diferencia es que ellos lo hacen por guita y nosotros lo hacemos de onda para que la gente se entere de todo lo que nos interesa.

  • Usted antes hablaba de que el objetivo de su película era que la gente participe. En este festival, ¿la gente participó?

  • Lo que pasa es que la gente en este festival, y me incluyo, somos todos del cine. O sea, es más bien para la gente del cine, con alguna aproximación mayor que el público medio. Algunos dicen que es para estudiantes de cine nada más, y yo creo que no, pero a la mayoría de la gente que está acá le gusta el cine, no se si cinéfilos pero les gusta.

  • Y bueno, usted cree que en este último tiempo, ya sea en los festivales o en el cine en general, hay un auge de la juventud que se atrae más por este arte?

  • Yo creo que sí. Lo que pasa es que hay dos tipos de cines: el de las majors de Hollywood, que es el cine tonto que se ve y se paga en grandes cantidades, y después está el cine alternativo que se ven en los circuitos – tendrían que existir más circuitos para que no haya tanto poderío de las majors.

  • ¿Se puede considerar al cine alternativo como una inversión de riesgo?

  • Se le dice cine pobre a lo que es menor de U$S 100.000, o sea que en la Argentina solamente se filma cine pobre. En este país no hay productores que pongan un millón de dólares para ver cuánto ganan, entonces, se trabaja con subsidios del Instituto del Cine (INCAA). Por ejemplo, nuestra película la hicimos a pulmón y salio menos de U$S 1.000, entonces se puede hacer cine con muy poca plata, casi con nada, se necesita tener ganas e ideas. Sin embargo, el INCAA selecciona a quién le da plata, como es el caso de nuestra película que nos dijeron que “a las embajadas y todos los lugares del instituto del interior y del exterior no puede ir”, sin razones, pero sí las mandamos a todos los festivales.

  • ¿Hay posibilidad de que la pasen en algún cine?

  • Si, después la vamos a pasar por los circuitos alternativos por supuesto.

  • Bueno muchísimas gracias, y suerte con la película. Un gusto.

"Godfather Theme", por Slash

Disfruten de este solo de Slash junto a los Guns n' Roses en París en 1992. Prometo que ya vedrán más notas. Un saludo.

"Live and let die", por Guns n' Roses

"Continuidad de los parques", por Julio Cortázar

Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restallaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer. Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano. la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.

Texto extraído de: http://www.literatura.org

Alejandro Cardozo, un cartonero enfrentado con el sistema


Mientras anoche fluía el tránsito en la avenida Corrientes, Alejandro Cardozo, de 63 años, uno de los tantos cartoneros que recorren la ciudad de Buenos Aires, dejó su carro al lado del cordón y se sentó a descansar en la puerta de una pizzería.
Diariamente, temprano por la tarde, Cardozo recorre junto a otros tres cartoneros casi un tercio de la ciudad de Buenos Aires - la zona céntrica -. Junta papeles de diario, cartón, hierro y aluminio para venderlos luego en el barrio de La Boca.
“(Los periodistas) Santo Biasatti y María Laura Santillán son los únicos que se preocupan por mí. Vienen a visitarme dos días a la semana - Santo los lunes y María Laura los jueves - y me traen algo para comer”, dijo Cardozo, quien agregó que él nunca le pide nada a nadie, sólo un cigarrillo cuando tiene ganas de fumar.
Actualmente se encuentra bajo libertad condicional por los delitos de robo a mano armada y hurto. Según él, su familia no le brindó amor durante la infancia, lo cual provocó que a los nueve años comenzara a delinquir: “Me fui a la calle porque mis viejos no me querían. Empecé a pedir monedas, después afané carteras y terminé robando con un revólver”, aseguró.
El cartonero se considera un resentido social, ya que la sociedad no le brinda las oportunidades que él merece. Dijo que la gente condena a un ladrón de gallinas y no se preocupa por alguien que realmente le hace mal al sistema, “como podría ser el caso de un violador”, aclaró.“Yo hace 54 años que vivo en la calle y no me influye en nada lo que la gente piense de mí. Si me tengo que pelear con alguien me la banco”, aseguró Cardozo luego de golpearse el pecho para demostrar fortaleza.

Ok Go - Here it goes again

Les dejo un video de la banda estadounidense Ok Go, que este año ganó en Youtube - uno de los sitios más populares en materia de audiovisuales - el primer premio en la categoría de "video más creativo", entre 70 nominados. Disfrútenlo.

La Marihuana: una droga instalada en la sociedad

La marihuana proviene del cáñamo, arbusto originario del Asia Menor - del cual se extrae también el hachís -, y hay registros de su consumo desde hace 3000 años AC; antiguamente, en la India, ya utilizaban cocciones de la planta para bajar la fiebre, tratar los dolores de cabeza y estimular el apetito, entre otros usos. Los españoles introdujeron el cáñamo de Indias en Chile en 1545 y en Perú en 1554, luego de que el uso de la planta tenga una gran difusión en Europa durante la Edad Media; ya en el siglo dieciocho comenzó su cultivo en Sudamérica de forma intensiva y, desde aquellos años hasta la actualidad, se ha consumido en todas las sociedades del mundo, no sólo inhalándola sino también utilizándola para fabricar medicamentos, ropa y otras utilidades.
Hasta hace algunos años, se creía que la marihuana era una droga relativamente inofensiva, pero en la actualidad se ha comprobado que es una de las más peligrosas. El consumo prolongado puede llegar a producir lesiones cerebrales, generar una incapacidad de de razonar lógicamente, ocasionar una pérdida temporal de la memoria y una paranoia progresiva, entre otros síntomas. Además, está comprobado científicamente que la inhalación de crónica de marihuana hace perder el apetito normal, suele provocar un sueño irregular y los adictos pueden convertirse en impotentes sexuales.
Estudios realizados en la Argentina sobre el consumo de la marihuana, por diferentes consultoras y centros estadísticos, indicaron que “un adolescente y medio de cada cien declaró haber consumido alguna droga ilícita, sin diferencias por sexo” y una encuesta a casi dos mil estudiantes secundarios de entre 16 y 20 años de ambos sexos, reveló que “casi el 40% dice que obtener marihuana en sus barrios es ‘fácil o muy fácil’. El 12% de los encuestados reconoció haber fumado marihuana en el último año, y el 6% de los que fumaron dijo haberlo hecho por primera vez entre los 12 y los 15 años”.
Las cifras son impresionantes, pero hay que tener bien claro que la prevención del consumo de cualquier tipo de droga - en especial la marihuana - debe comenzar en la familia, que es la que les da la formación básica a las personas. Sobre ese tema, el médico Tisiólogo y Doctor en Medicina, Adolfo Yunis, dijo: “Sólo conociendo a fondo las causas que permiten llegar a la drogadicción, se la puede combatir con eficacia; rescatamos como insustituible la acción de los padres y familiares. Se sabe que la industria de la droga está dirigida por empresarios y ejecutivos que no pagan impuestos y que no se drogan; se preocupan muy bien de que sus hijos tampoco lo hagan”.Además aclaró que es necesaria una concientización por parte de los padres hacia sus hijos y de parte de los medios masivos de comunicación (MMC): “Se podría realizar campañas publicitarias de prevención, por medio de las cuales hacer una docencia adecuada y veraz del problema”, agregó.


Estadísticas sobre la marihuana


Fuentes: "Marihuana Actualización 2000", Adolfo Yunis y María De Salvo / Versión digital del Diario Clarín http://www.clarin.com / http://www.territoriodigital.com


Se busca...

"Se solicita ubicar el paradero de Severiano Dos Santos, 75 años, argentino, viudo. Visto por última vez en 1974. Cualquier información sobre el mismo al teléfono 155-992-xxxx".
Este hecho puede llegar a ser uno de los tantos relacionados con la última dictadura militar, instaurada entre los años 1976 y 1983, ya que las desapariciones de personas se sucedieron mucho antes de los comienzos de la dictadura, como puede ser ésta, con la particularidad de que el anuncio publicado en el rubro 39 del diario Clarín el lunes 21 de agosto de 2006 está hecho 33 años después de la desaparición de Dos Santos.

"Too much love will kill you", por Brian May

Bueno otra de las joyitas musicales se agrega a la lista de este blog: les dejo un temazo de Brian May (guitarrista de la banda inglesa, Queen) que compuso gracias a su notable talento como músico y a su bella complejidad armónica que lo caracteriza.

Un hombre se acostó con un cadáver

Un hombre durmió junto a un cadáver en un chalet de Punta del Este, durante la madrugada de hoy; Mariano Guenovart se acostó, sin darse cuenta y pensando que era su mujer, con Antúnez - dueño de una estación de servicio de la ciudad - quien había muerto, horas antes, de un infarto.
Luego de abandonar el departamento que había alquilado para los encuentros con sus amantes y de haber estado con una de ellas - María Delia Delgado -, Guenovart se dirigió en su auto por la ruta Interbalnearia hacia Punta del Este para volver a su casa.
Cuando llegó a la ciudad uruguaya, después de haber recorrido más de cien kilómetros, se detuvo en la estación de servicio concesionada por Antúnez y más tarde siguió camino hasta su casa; estacionó su coche en frente del chalet y, como vio que el garage estaba cerrado, supuso que el auto de su esposa - Elena - estaría guardado allí y que ella estaría durmiendo en la casa.
Más tarde, se dio cuenta de que se había olvidado de las llaves, entonces tocó el timbre dos veces para ingresar pero Elena no le abría; él presumió que ella estaría durmiendo profundamente y entonces dio un fuerte golpe sobre la puerta y logró entrar.
Enseguida y debido a la oscuridad de la casa, caminó a tientas hasta su dormitorio para no despertar a su mujer y vio que en la cama había un cuerpo debajo de la colcha; conjeturó que era Elena. Apagó el televisor todavía encendido, entró al baño, luego se desvistió y se acostó en la cama.
Según las declaraciones de Guenovart, luego de tener una pesadilla, se desesperó y trató de despertar a su mujer, pero ella estaba inmóvil y no respondía; él le gritaba pero ella no se despertaba. Cuando encendió la luz del velador se dio cuenta de que el cuerpo no pertenecía a la mujer sino que era el cadáver de Antúnez: había dormido toda la noche con un muerto sin darse cuenta.
Luego de las investigaciones policiales, se descubrió que Antúnez murió de un infarto.

Nota: basado en el cuento “Para una noche del fin del verano”.

Julio Cortázar

Para seguir un poco con Cortázar, disfruten nada más ni nada menos que de sus palabras.

Sean felices.

PD: Acá les dejo más parte de la entrevista

http://www.youtube.com/watch?v=5uzuJxmvOzw

http://www.youtube.com/watch?v=HPY7Cbn1_D0

http://www.youtube.com/watch?v=2KADQNwElxE

http://www.youtube.com/watch?v=OTxDOJSh0Ok

http://www.youtube.com/watch?v=wB5a8StgRfc

DISFRUTEN

"Carta a una señorita en París", por Julio Cortázar

Andrée, yo no quería venirme a vivir a su departamento de la calle Suipacha. No tanto por los conejitos, más bien porque me duele ingresar en un orden cerrado, construido ya hasta en las más finas mallas del aire, esas que en su casa preservan la música de la lavanda, el aletear de un cisne con polvos, el juego del violín y la viola en el cuarteto de Rará. Me es amargo entrar en un ámbito donde alguien que vive bellamente lo ha dispuesto todo como una reiteración visible de su alma, aquí los libros (de un lado en español, del otro en francés e inglés), allí los almohadones verdes, en este preciso sitio de la mesita el cenicero de cristal que parece el corte de una pompa de jabón, y siempre un perfume, un sonido, un crecer de plantas, una fotografía del amigo muerto, ritual de bandejas con té y tenacillas de azúcar... Ah, querida Andrée, qué difícil oponerse, aun aceptándolo con entera sumisión del propio ser, al orden minucioso que una mujer instaura en su liviana residencia. Cuán culpable tomar una tacita de metal y ponerla al otro extremo de la mesa, ponerla allí simplemente porque uno ha traído sus diccionarios ingleses y es de este lado, al alcance de la mano, donde habrán de estar. Mover esa tacita vale por un horrible rojo inesperado en medio de una modulación de Ozenfant, como si de golpe las cuerdas de todos los contrabajos se rompieran al mismo tiempo con el mismo espantoso chicotazo en el instante más callado de una sinfonía de Mozart. Mover esa tacita altera el juego de relaciones de toda la casa, de cada objeto con otro, de cada momento de su alma con el alma entera de la casa y su habitante lejana. Y yo no puedo acercar los dedos a un libro, ceñir apenas el cono de luz de una lámpara, destapar la caja de música, sin que un sentimiento de ultraje y desafio me pase por los ojos como un bando de gorriones.
Usted sabe por qué vine a su casa, a su quieto salón solicitado de mediodía. Todo parece tan natural, como siempre que no se sabe la verdad. Usted se ha ido a París, yo me quedé con el departamento de la calle Suipacha, elaboramos un simple y satisfactorio plan de mutua convivencia hasta que septiembre la traiga de nuevo a Buenos Aires y me lance a mí a alguna otra casa donde quizá... Pero no le escribo por eso, esta carta se la envío a causa de los conejitos, me parece justo enterarla; y porque me gusta escribir cartas, y tal vez porque llueve.
Me mudé el jueves pasado, a las cinco de la tarde, entre niebla y hastío. He cerrado tantas maletas en mi vida, me he pasado tantas horas haciendo equipajes que no llevaban a ninguna parte, que el jueves fue un día lleno de sombras y correas, porque cuando yo veo las correas de las valijas es como si viera sombras, elementos de un látigo que me azota indirectamente, de la manera más sutil y más horrible. Pero hice las maletas, avisé a la mucama que vendría a instalarme, y subí en el ascensor. Justo entre el primero y segundo piso sentí que iba a vomitar un conejito. Nunca se lo había explicado antes, no crea que por deslealtad, pero naturalmente uno no va a ponerse a explicarle a la gente que de cuando en cuando vomita un conejito. Como siempre me ha sucedido estando a solas, guardaba el hecho igual que se guardan tantas constancias de lo que acaece (o hace uno acaecer) en la privacía total. No me lo reproche, Andrée, no me lo reproche. De cuando en cuando me ocurre vomitar un conejito. No es razón para no vivir en cualquier casa, no es razón para que uno tenga que avergonzarse y estar aislado y andar callándose.
Cuando siento que voy a vomitar un conejito me pongo dos dedos en la boca como una pinza abierta, y espero a sentir en la garganta la pelusa tibia que sube como una efervescencia de sal de frutas. Todo es veloz e higiénico, transcurre en un brevísimo instante. Saco los dedos de la boca, y en ellos traigo sujeto por las orejas a un conejito blanco. El conejito parece contento, es un conejito normal y perfecto, sólo que muy pequeño, pequeño como un conejilo de chocolate pero blanco y enteramente un conejito. Me lo pongo en la palma de la mano, le alzo la pelusa con una caricia de los dedos, el conejito parece satisfecho de haber nacido y bulle y pega el hocico contra mi piel, moviéndolo con esa trituración silenciosa y cosquilleante del hocico de un conejo contra la piel de una mano. Busca de comer y entonces yo (hablo de cuando esto ocurría en mi casa de las afueras) lo saco conmigo al balcón y lo pongo en la gran maceta donde crece el trébol que a propósito he sembrado. El conejito alza del todo sus orejas, envuelve un trébol tierno con un veloz molinete del hocico, y yo sé que puedo dejarlo e irme, continuar por un tiempo una vida no distinta a la de tantos que compran sus conejos en las granjas.
Entre el primero y segundo piso, Andrée, como un anuncio de lo que sería mi vida en su casa, supe que iba a vomitar un conejito. En seguida tuve miedo (¿o era extrañeza? No, miedo de la misma extrañeza, acaso) porque antes de dejar mi casa, sólo dos días antes, había vomitado un conejito y estaba seguro por un mes, por cinco semanas, tal vez seis con un poco de suerte. Mire usted, yo tenía perfectamente resuelto el problema de los conejitos. Sembraba trébol en el balcón de mi otra casa, vomitaba un conejito, lo ponía en el trébol y al cabo de un mes, cuando sospechaba que de un momento a otro... entonces regalaba el conejo ya crecido a la señora de Molina, que creía en un hobby y se callaba. Ya en otra maceta venía creciendo un trébol tierno y propicio, yo aguardaba sin preocupación la mañana en que la cosquilla de una pelusa subiendo me cerraba la garganta, y el nuevo conejito repetía desde esa hora la vida y las costumbres del anterior. Las costumbres, Andrée, son formas concretas del ritmo, son la cuota del ritmo que nos ayuda a vivir. No era tan terrible vomitar conejitos una vez que se había entrado en el ciclo invariable, en el método. Usted querrá saber por qué todo ese trabajo, por qué todo ese trébol y la señora de Molina. Hubiera sido preferible matar en seguida al conejito y... Ah, tendría usted que vomitar tan sólo uno, tomarlo con dos dedos y ponérselo en la mano abierta, adherido aún a usted por el acto mismo, por el aura inefable de su proximidad apenas rota. Un mes distancia tanto; un mes es tamaño, largos pelos, saltos, ojos salvajes, diferencia absoluta Andrée, un mes es un conejo, hace de veras a un conejo; pero el minuto inicial, cuando el copo tibio y bullente encubre una presencia inajenable... Como un poema en los primeros minutos, el fruto de una noche de Idumea: tan de uno que uno mismo... y después tan no uno, tan aislado y distante en su llano mundo blanco tamaño carta.
Me decidí, con todo, a matar el conejito apenas naciera. Yo viviría cuatro meses en su casa: cuatro -quizá, con suerte, tres- cucharadas de alcohol en el hocico. (¿Sabe usted que la misericordia permite matar instantáneamente a un conejito dándole a beber una cucharada de alcohol? Su carne sabe luego mejor, dicen, aunque yo... Tres o cuatro cucharadas de alcohol, luego el cuarto de baño o un piquete sumándose a los desechos).
Al cruzar el tercer piso el conejito se movía en mi mano abierta. Sara esperaba arriba, para ayudarme a entrar las valijas... ¿Cómo explicarle que un capricho, una tienda de animales? Envolví el conejito en mi pañuelo, lo puse en el bolsillo del sobretodo dejando el sobretodo suelto para no oprimirlo. Apenas se movía. Su menuda conciencia debía estarle revelando hechos importantes: que la vida es un movimiento hacia arriba con un clic final, y que es también un cielo bajo, blanco, envolvente y oliendo a lavanda, en el fondo de un pozo tibio.
Sara no vio nada, la fascinaba demasiado el arduo problema de ajustar su sentido del orden a mi valija-ropero, mis papeles y mi displicencia ante sus elaboradas explicaciones donde abunda la expresión «por ejemplo». Apenas pude me encerré en el baño; matarlo ahora. Una fina zona de calor rodeaba el pañuelo, el conejito era blanquísimo y creo que más lindo que los otros. No me miraba, solamente bullía y estaba contento, lo que era el más horrible modo de mirarme. Lo encerré en el botiquín vacío y me volví para desempacar, desorientado pero no infeliz, no culpable, no jabonándome las manos para quitarles una última convulsión.
Comprendí que no podía matarlo. Pero esa misma noche vomité un conejito negro. Y dos días después uno blanco. Y a la cuarta noche un conejito gris.
Usted ha de amar el bello armario de su dormitorio, con la gran puerta que se abre generosa, las tablas vacías a la espera de mi ropa. Ahora los tengo ahí. Ahí dentro. Verdad que parece imposible; ni Sara lo creería. Porque Sara nada sospecha, y el que no sospeche nada procede de mi horrible tarea, una tarea que se lleva mis días y mis noches en un solo golpe de rastrillo y me va calcinando por dentro y endureciendo como esa estrella de mar que ha puesto usted sobre la bañera y que a cada baño parece llenarle a uno el cuerpo de sal y azotes de sol y grandes rumores de la profundidad.
De día duermen. Hay diez. De día duermen. Con la puerta cerrada, el armario es una noche diurna solamente para ellos, allí duermen su noche con sosegada obediencia. Me llevo las llaves del dormitorio al partir a mi empleo. Sara debe creer que desconfío de su honradez y me mira dubitativa, se le ve todas las mañanas que está por decirme algo, pero al final se calla y yo estoy tan contento. (Cuando arregla el dormitorio, de nueve a diez, hago ruido en el salón, pongo un disco de Benny Carter que ocupa toda la atmósfera, y como Sara es también amiga de saetas y pasodobles, el armario parece silencioso y acaso lo esté, porque para los conejitos transcurre ya la noche y el descanso).
Su día principia a esa hora que sigue a la cena, cuando Sara se lleva la bandeja con un menudo tintinear de tenacillas de azúcar, me desea buenas noches -sí, me las desea, Andrée, lo más amargo es que me desea las buenas noches- y se encierra en su cuarto y de pronto estoy yo solo, solo con el armario condenado, solo con mi deber y mi tristeza.
Los dejo salir, lanzarse ágiles al asalto del salón, oliendo vivaces el trébol que ocultaban mis bolsillos y ahora hace en la alfombra efímeras puntillas que ellos alteran, remueven, acaban en un momento. Comen bien, callados y correctos, hasta ese instante nada tengo que decir, los miro solamente desde el sofá, con un libro inútil en la mano -yo que quería leerme todos sus Giraudoux, Andrée, y la historia argentina de López que tiene usted en el anaquel más bajo-; y se comen el trébol.
Son diez. Casi todos blancos. Alzan la tibia cabeza hacia las lámparas del salón, los tres soles inmóviles de su día, ellos que aman la luz porque su noche no tiene luna ni estrellas ni faroles. Miran su triple sol y están contentos. Así es que saltan por la alfombra, a las sillas, diez manchas livianas se trasladan como una moviente constelación de una parte a otra, mientras yo quisiera verlos quietos, verlos a mis pies y quietos -un poco el sueño de todo dios, Andrée, el sueño nunca cumplido de los dioses-, no así insinuándose detrás del retrato de Miguel de Unamuno, en torno al jarrón verde claro, por la negra cavidad del escritorio, siempre menos de diez, siempre seis u ocho y yo preguntándome dónde andarán los dos que faltan, y si Sara se levantara por cualquier cosa, y la presidencia de Rivadavia que yo quería leer en la historia de López.
No sé cómo resisto, Andrée. Usted recuerda que vine a descansar a su casa. No es culpa mía si de cuando en cuando vomito un conejito, si esta mudanza me alteró también por dentro -no es nominalismo, no es magia, solamente que las cosas no se pueden variar así de pronto, a veces las cosas viran brutalmente y cuando usted esperaba la bofetada a la derecha-. Así, Andrée, o de otro modo, pero siempre así.
Le escribo de noche. Son las tres de la tarde, pero le escribo en la noche de ellos. De día duermen ¡Qué alivio esta oficina cubierta de gritos, órdenes, máquinas Royal, vicepresidentes y mimeógrafos! Qué alivio, qué paz, qué horror, Andrée! Ahora me llaman por teléfono, son los amigos que se inquietan por mis noches recoletas, es Luis que me invita a caminar o Jorge que me guarda un concierto. Casi no me atrevo a decirles que no, invento prolongadas e ineficaces historias de mala salud, de traducciones atrasadas, de evasión Y cuando regreso y subo en el ascensor ese tramo, entre el primero y segundo piso me formulo noche a noche irremediablemente la vana esperanza de que no sea verdad.
Hago lo que puedo para que no destrocen sus cosas. Han roído un poco los libros del anaquel más bajo, usted los encontrará disimulados para que Sara no se dé cuenta. ¿Quería usted mucho su lámpara con el vientre de porcelana lleno de mariposas y caballeros antiguos? El trizado apenas se advierte, toda la noche trabajé con un cemento especial que me vendieron en una casa inglesa -usted sabe que las casas inglesas tienen los mejores cementos- y ahora me quedo al lado para que ninguno la alcance otra vez con las patas (es casi hermoso ver cómo les gusta pararse, nostalgia de lo humano distante, quizá imitación de su dios ambulando y mirándolos hosco; además usted habrá advertido -en su infancia, quizá- que se puede dejar a un conejito en penitencia contra la pared, parado, las patitas apoyadas y muy quieto horas y horas).
A las cinco de la mañana (he dormido un poco, tirado en el sofá verde y despertándome a cada carrera afelpada, a cada tintineo) los pongo en el armario y hago la limpieza. Por eso Sara encuentra todo bien aunque a veces le he visto algún asombro contenido, un quedarse mirando un objeto, una leve decoloración en la alfombra y de nuevo el deseo de preguntarme algo, pero yo silbando las variaciones sinfónicas de Franck, de manera que nones. Para qué contarle, Andrée, las minucias desventuradas de ese amanecer sordo y vegetal, en que camino entredormido levantando cabos de trébol, hojas sueltas, pelusas blancas, dándome contra los muebles, loco de sueño, y mi Gide que se atrasa, Troyat que no he traducido, y mis respuestas a una señora lejana que estará preguntándose ya si... para qué seguir todo esto, para qué seguir esta carta que escribo entre teléfonos y entrevistas.
Andrée, querida Andrée, mi consuelo es que son diez y ya no más. Hace quince días contuve en la palma de la mano un último conejito, después nada, solamente los diez conmigo, su diurna noche y creciendo, ya feos y naciéndoles el pelo largo, ya adolescentes y llenos de urgencias y caprichos, saltando sobre el busto de Antinoo (¿es Antinoo, verdad, ese muchacho que mira ciegamente?) o perdiéndose en el living, donde sus movimientos crean ruidos resonantes, tanto que de allí debo echarlos por miedo a que los oiga Sara y se me aparezca horripilada, tal vez en camisón -porque Sara ha de ser así, con camisón- y entonces... Solamente diez, piense usted esa pequeña alegría que tengo en medio de todo, la creciente calma con que franqueo de vuelta los rígidos cielos del primero y el segundo piso.
Interrumpí esta carta porque debía asistir a una tarea de comisiones. La continúo aquí en su casa, Andrée, bajo una sorda grisalla de amanecer. ¿Es de veras el día siguiente, Andrée? Un trozo en blanco de la página será para usted el intervalo, apenas el puente que une mi letra de ayer a mi letra de hoy. Decirle que en ese intervalo todo se ha roto, donde mira usted el puente fácil oigo yo quebrarse la cintura furiosa del agua, para mí este lado del papel, este lado de mi carta no continúa la calma con que venía yo escribiéndole cuando la dejé para asistir a una tarea de comisiones. En su cúbica noche sin tristeza duermen once conejitos; acaso ahora mismo, pero no, no ahora. En el ascensor, luego, o al entrar; ya no importa dónde, si el cuándo es ahora, si puede ser en cualquier ahora de los que me quedan.
Basta ya, he escrito esto porque me importa probarle que no fui tan culpable en el destrozo insalvable de su casa. Dejaré esta carta esperándola, sería sórdido que el correo se la entregara alguna clara mañana de París. Anoche di vuelta los libros del segundo estante, alcanzaban ya a ellos, parándose o saltando, royeron los lomos para afilarse los dientes -no por hambre, tienen todo el trébol que les compro y almaceno en los cajones del escritorio. Rompieron las cortinas, las telas de los sillones, el borde del autorretrato de Augusto Torres, llenaron de pelos la alfombra y también gritaron, estuvieron en círculo bajo la luz de la lámpara, en círculo y como adorándome, y de pronto gritaban, gritaban como yo no creo que griten los conejos.
He querido en vano sacar los pelos que estropean la alfombra, alisar el borde de la tela roída, encerrarlos de nuevo en el armario. El día sube, tal vez Sara se levante pronto. Es casi extraño que no me importe verlos brincar en busca de juguetes. No tuve tanta culpa, usted verá cuando llegue que muchos de los destrozos están bien reparados con el cemento que compré en una casa inglesa, yo hice lo que pude para evitarle un enojo... En cuanto a mí, del diez al once hay como un hueco insuperable. Usted ve: diez estaba bien, con un armario, trébol y esperanza, cuántas cosas pueden construirse. No ya con once, porque decir once es seguramente doce, Andrée, doce que serán trece. Entonces está el amanecer y una fría soledad en la que caben la alegría, los recuerdos, usted y acaso tantos más. Está este balcón sobre Suipacha lleno de alba, los primeros sonidos de la ciudad. No creo que les sea difícil juntar once conejitos salpicados sobre los adoquines, tal vez ni se fijen en ellos, atareados con el otro cuerpo que conviene llevarse pronto, antes de que pasen los primeros colegiales.

Texto extraído de Ciudad Seva.